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E.T.
Miércoles, 20 de abril 2016, 07:02
Estos valores marcaron su trayectoria como tallista de madera, disciplina artística en la que ha dejado huella a lo largo de las décadas en Granada. Niño precoz, Molina Reyes comenzó a aprender el oficio con tan solo nueve años. En aquella España dura de la posguerra. Desde aquel Huétor Vega espartano y auténtico. Cogía un tronco y se afanaba en alcanzar un realismo asombroso: lo convertía en una persona, con sus rasgos más profundos. Uno de sus cuatro hijos, el piloto Álvaro Molina, conserva tatuada en su memoria las barbas de uno de esos ancianos tallados. O los santos en las procesiones.
La gente le pedía una representación magistral de la Alhambra y él se superaba con cada encargo. Así desarrolló su carrera profesional, que perfeccionaba en la añorada muebles Fher, aquella nave del Polígono de Asegra. Ahí acarició la madurez creativa: ganó el premio al mejor artesano de Granada. Su obra ganó prestigio.
El tiempo no era para Antonio un enemigo, sino un aliado. Tardó más de veinte años en concluir la talla de una lámpara. Al finalizar el trabajo, como quien viaja en un trance, se quedó mirándola. Paralizado. En silencio. No la vendió.
Perfeccionista
No le importaba rehacer una obra cincuenta veces. La cuestión era la excelencia del resultado. Esa excelencia es un valor que han heredado sus hijos. Un piloto de élite, una maga de prestigio (Inés), un tornero diferente al resto. Jocosamente, comentan que su padre les enseñó a trabajar más de la cuenta. La calidad llega despacio, pensaba Antonio. Lo suyo dejaba en minucia el tópico de El Escorial. La lógica sugiere una inercia familiar, pues su esposa es poeta con diversos libros publicados. La familia Molina es una de las más largas del pueblo. Antonio, además, era un enamorado del vino local y, cómo no, producía un trabajado mosto.
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